10 El campiñel

El campiñel

Andando, andando, según las direcciones dadas por el vaquero, los espingorcios llegaron a una carretera no muy ancha, llena de curvas, bordeada por rocas que a veces parecían ascender sobre ellos amenazadoramente. Los tracatostes que pasaban por la carretera distaban mucho de los tracamóviles de los globulillos. Desde luego, no tenían zarpetas, aunque pudieron. observar que en los más nuevos de aquellos trastos, modelos que ellos no conocían, había una especie de boca en la parte delantera que parecía no servir absolutamente para nada. Hasta que en una revuelta tuvieron oportunidad de ver cómo un tracatoste temerario adelantaba a otro a gran velocidad. Del adelantado, por aquella gargantona, se oyó salir un vozarrón potentísimo:

-¡¡Labrorcio, labrorcio, labrorcio … !!

Del tracatoste que adelantaba se oyó entonces en un tono más agudo:

-¡Giliporcio tu padre, giliporcio tu padre…!

El cuadrado y fuerte comentó:

-¡Vaya! Parece que por fin se va introduciendo la tecnolorgía en nuestra patria… De aquí a la zarpeta sólo hay un paso…

La carretera se iba haciendo menos rocosa, los prados abundaban más. Por fin se vio el mar a lo lejos desde una revuelta empinada.

-El mar -dijo el alto y delgado.

-La mar -dijo el moreno y rubio.

Y por un rato estuvieron porfiando sobre si aquello era «el mar» o «la mar», hasta que decidieron someterlo a votación. El resultado fue de 2 a 2, con lo que decidieron que se podía decir de las dos maneras.

-¿Veis qué pronto se llega a la verdad absoluta mediante los sistemas democrobáticos? -observó el cuadrado y fuerte-. Si no llega a ser por ellos nunca hubiéramos llegado a saber que se podía decir de las dos formas. Se me ocurre, sin embargo, que para obtener un consenso generalizado lo podríamos llamar «lo mar». Así será más fácil entendemos.

Asintieron los otros tres y siguieron caminado hacia «lo mar», que no quedaba ya nada lejos. La carretera se iba poblando más y más de espingorcios que a nuestros amigos se les antojaban algo extraños. Los otros también les miraban a ellos con asombro. Cargados con sus mochilones, vestidos con su atuendo de viaje, contrastaban nuestros espingorcios con aquellos descocados playeros con sus espinguillos y pirralcos totalmente al aire. El cuadrado y fuerte decidió que no era cosa de llamar la atención, no fuera a repetirse lo de la frontera, y que había que despelotarse como estaban aquéllos. Metieron pues sus vestimentas en la mochila y quedaron lo más aproximados que pudieron a aquellos otros que veían. A partir de entonces, salvo algún comentario que se oía a su paso sobre lo desblanquiñados que estaban sus espinguillos, nadie pareció fijarse en ellos. Se dirigieron al campiñel, donde les asignaron un lugar para dejar sus mochilones y comenzar a plantar su tenderete. De aquello tenían práctica y en un santiamén el tenderete estuvo preparado. Al borde de «lo mar», la vista era imponente en aquella dirección. Lo malo era que no había otra dirección en qué mirar ni adónde ir. Cuando habían terminado de poner su tenderete pudieron observar que, rozando con él, confundiéndose las cuerdas de unos y otros, había seis tenderetes más plagados de espingorcios, espingorcias y espingorcitos. Por un rato, nuestros espingorcios se sintieron felices de sentir tal masa viviente alrededor. Después de tanto tiempo sin contacto espingorcil durante su largo viaje, por fin podían sumergirse entre sus congéneres. La felicidad de esta inmersión se fue empañando sin embargo al comprobar, al cabo de una hora, que se empezaban a saturar de contacto espingorcil y que no había modo de salir de tal inmersión. Por las palabras procedentes de una de las tiendas, que no atinaban a localizar cuál era, quedaron al menos fragmentariamente enterados de la situación política en Alpedrid. Por el estrépito, chillidos y palabrorcios que salían de otra pudieron comprobar que las relaciones típicas de la familia espingorcil seguían en cambio más o menos igual que antes de sus años de ausencia. De otro tenderete se oía una especie de ruidos rítmicos, a veces acompañados con gritos estentóreos, que les hacían recordar con bastante aproximación, salvando las diferencias, a los Rotímpanos. Lo malo era que todo venía mezclado, produciendo una confusión enorme en el ánimo de los cuatro espingorcios.

-¡Niñooo!, ¡que me has metido el pie en la bocaaaa….!

-El que me ha metido la pata es el labrorcio de Sorillo…

¡Voy a buscarte a la plaza!

¡Siento que tú no estás!

¡Voy a tirarte a la zanja!

¡Para ver si así te vas

-Abuela, y estos bestias ¿qué dicen?…

-Pero la situación de Merínguez no es tampoco muy estable que digamos. Está amenazado por los cuatro costados en su propio partido…

El aturdimiento fue apoderándose del ánimo de los espingorcios. Era imposible descifrar entre tal tumulto si Sorillo era del partido de Merínguez y éste le había querido poner una zancadilla, haciéndole caer en la zanja, o bien si Merínguez era el que verdaderamente había sido sepultado ya en la zanja. Sólo el cansancio logró sumergirles en el sopor de un sueño pesado en que aparecían espectros extraños, mezcla de sonrisas sarcásticas y gritos terribles, unos comiéndose a niños y a abuelas, otros echando en zanjas profundas a todo el que se ponía delante… Y, en el fondo, una batería que ensordecía a todos sin ser vapuleada por nadie…