11 Hacia Alpedrid

Hacia Alpedrid

Por nada del mundo hubieran pasado nuestros espingorcios dos noches como aquella del campiñel. Para un ratillo corto resultaba hasta divertido, pero una noche entera, con tantísimos kilómetros como tenían ellos entre pecho y espalda, estaba muy lejos de ser un ratillo corto.

De mañana, muy de mañana, salieron como pudieron de su tienda y de aquel lío de cordelones de los tenderetes vecinos y, primero de todo, corrieron a «lo mar» para zambullirse, el alto y delgado el primero, más deportista, el bajo y rechoncho el último, caminando entre las olitas sobre la punta de sus pirralcos y lanzando aullidos de friolero cuando una ola más atrevida le subía un poco más allá de las pernetas. Se refrescaron bien y calmaron su apetito con un buen desayuno de huevos de patulillo con salchichorcio de Globulandia que les supieron a gloria.

Desmontaron con cuidado su tienda y salieron hacia la carretera, camino de Alpedrid.

Habían andado unos pocos kilómetros cuando un tracatoste modernísimo que arrastraba una especie de casetón enorme se paró junto a ellos. Se abrió la ventanilla y sonó una voz:

-Bitte sehr, Herren, fährt diese Strasse nach Alpedrid?

Ciertamente, aquello no sonaba como el «parraco, carraco, terrajo» de la frontera, que había ido acompañado de pedradas y puños, pero tampoco era, a todas luces, el espingorceño que todos ellos conocían.

-¿Será que cada partido político ha decidido inventar su propio lenguaje?, inquirió el bajo y rechoncho que se había acercado más, creyendo no haber oído del todo bien.

-Bitte sehr, Herren, fährt diese Strasse nach Alpedrid?

Como había oído algo de Alpedrid, se decidió a gritar, junto a la ventana del tracatoste:

-Sí, Alpedrid es la capital de Espingorña.

Pero un espinguillazo que le propinó el alto y delgado le contuvo de gritarlo dos veces:

-Idiota, ¿no te acuerdas de lo que decían los de aquella tienda del campiñel sobre la tendencia a la autonormía que aquí hay ahora?

El alto y delgado, más avispado, para no comprometerse, después de escuchar por tercera vez aquello de «Bitte sehr, Herren, fährt diese Strasse nach Alpedrid?», y no entender más que «Alpedrid», decidió contestar en globullano, para mayor imparcialidad, y por si acaso el globullano se acercaba más a aquella jerga extraña. «Glo pi gla te gli si Alpedrid?, que quiere decir: «¿Qué quiere saber de Alpedrid?». De la ventanilla del tracatoste salió una voz regocijada: «Wunderschön! Tripalike sasonike globullen?», que quiere decir, exceptuando la primera palabra que al cuadrado y fuerte le sonó muy extraña, «¿Así que habla usted globullano?». Y entonces, la voz les explicó en globullano que era la voz del piloto automático de aquel tracatoste, que venía de muy lejos, que se había desorientado, que sus amos dormían en el primer piso de aquel casetorcio, que estarían muy contentos de llevarles a ellos a Alpedrid, si querían subir al segundo y aposentarse allí a su gusto.

A los espingorcios les entraron ganas de demostrar su agradecimiento al piloto automático, pero no sabían si besar una ventanilla, o el picaporte de una puerta, o alguna de las ruedas. Por fin, se decidieron por no besar nada, indicaron rápidamente la dirección de Alpedrid, y se subieron al segundo piso del casetón donde, después de dejar los mochilones en una esquina, echaron una mirada alrededor. Todo allí dentro era raro y nuevo para ellos. Los asientos tenían una extraña anatomía que, de todos modos, al cuadrado y fuerte le venía de perlas, como hecha para albergar su aristoso cuerpo.

Se arrellanaron en ellos y el tracatoste se puso en marcha. Entonces, con gran asombro de nuestros espingorcios, de una pared salió un brazo mecánico cargado con una bandeja que les ofreció a cada uno un vaso lleno de un líquido moreno, chisporroteante de burbujas, al tiempo que se oía una voz suave que decía:

-Bitte, probieren Sie diesen Drink, Schunda-Cola.

Era muy refrescante y agradable. El bajo y rechoncho pidió más en globullano y el brazo se puso en movimiento. Ni aunque hubiese tenido cinco bocas hubiera podido tragar con la velocidad con que el brazo le servía vasos y más vasos. Los demás le ayudaban a vaciarlos y, con la boca llena, no podían parar aquella solicitud tan extremosa del brazo mecánico. Hasta que en un respiro, el cuadrado-y fuerte gritó con voz desaforada:

-¡¡¡Basta!!!

Y el brazo quedó en reposo al tiempo que se oía: -Verzeihen Sie mir, Herr.

Los espingorcios, después de aquel episodio, quedaron callados y tranquilos por un rato, sin atreverse siquiera a desear nada por temor a las solicitudes de aquel brazo o de cualquier otro engendro que pudiera existir entre aquellas cuatro paredes. Contemplaban el paisaje a través de las ventanillas. Pasaban por pueblos que ellos conocían, pero los nombres, que figuraban en grandes cartelones a la entrada y salida, no coincidían exactamente con los que ellos recordaban.

En algunos, los cambios no habían sido muy drásticos. Rebuey del Almirante se llamaba ahora Rebuey de las Mulas. Perillón del Duque había pasado a Serillón del Luque.

En otros pueblos, sin embargo, los cambios habían sido mucho más radicales y significativos. Rebollar de la Derecha, por ejemplo, no sólo era ahora Rebollar de la Izquierda, sino que todas las señales de tráfico indicando un giro a la derecha habían sido invertidas. Sólo se permitía girar a la izquierda. Hasta pudieron ver al pasar la famosa estatua del General Rebollar, cuya mano derecha siempre había estado señalando hacia Alpedrid, que lucía ahora la mano derecha en cabestrillo, mientras que era la izquierda la que, con gran trabajo, señalaba la dirección de la capital.

Todos aquellos cambios les traían un poco perplejos. Al cuadrado y fuerte se le ocurrió una genial idea.

Lanzó al aire de repente una pregunta en globullano, pidiendo información sobre la historia reciente de Espingorña.

Los otros se miraron sorprendidos, pero enseguida pudieron comprender.

De un orificio de una pared junto al moreno y rubio, que dio un tremendo respingorcio, salió una voz que, hablando en globullano, dijo:

-Breve Introducción a la Historia Reciente de Espingorña. Trescientos doce capítulos. Duración: noventa y cinco horas.

Menos mal que el cuadrado y fuerte cortó con decisión.

-¡¡Basta!! Capítulo trescientos doce.

La monótona voz empezó a narrar las vicisitudes por las que Espingorña había pasado desde un poco antes de que los espingorcios abandonaran su país. Los cuatro escuchaban con atención, sólo interrumpida por exclamaciones del bajo y rechoncho:

-¡Remoñobrón! ¡Remoñobrón!

A lo que la voz respondía pausadamente:-Perdón, pronuncie sinónimo. No tengo tal término en mi programa.

Así fue cómo los espingorcios quedaron plenamente informados de todos los cambios ocurridos en su país y pudieron ir preparando su espíritu para lo que a su llegada a Alpedrid les esperaba.