13 En los grandes alparcenes

En los grandes alparcenes

No fueron ociosos los días que transcurrieron entre la invitación del ministro Estultizano, de Deporte, Curtura y Educación, y la aparición de nuestros espingorcios en la Casa de los Sabios.

Desde su base en la Pensión Craterol salían alegremente por la mañana y se lanzaban a recuperar su familiaridad con la gran ciudad, totalmente perdida después de los tres largos años que habían consumido en su saga ciertífíca y después de los profundos cambios que habían acontecido en ese período.

No salían de su asombro al cerciorarse de que casi nada era como antes. Las calles de Alpedrid, como les había dicho el vaquero de la montaña, habían cambiado efectivamente de nombre. La abundancia de tracatostes por todas partes era inaguantable para ellos y, aparentemente, también para todos los demás. El espingorcio de a pie, normalmente amable, servicial y cortés, solía sostener con su acompañante una entre danza y lucha ceremoniosa para ver quién era el último en pasar por una puerta cualquiera. Ese mismo espingorcio, una vez montado en su tracatoste, con sus ojetes inyectados de sapiburcia, era capaz, para doblar una esquina antes que el otro, de arremeter sin misericordia contra el guardián del tráfago, que con una habilidad increíble lograba esquivar la acometida normalmente.

Más de una vez había hecho observar sabiamente el cuadrado y fuerte:

-Está claro que este porqueso del que tanto se oye hablar nos llevará a adoptar rápidamente la zarpeta de los globulillos.

El porqueso era sin duda una de las palabras mágicas que flotaban en el ambiente, especialmente venerada entre los círculos políticos de Alpedrid. Todos los partidos políticos se declaraban enormemente porquesistas, lo que al bajo y rechoncho le parecía contener una contradicción con el carácter democrobático proclamado a voces en las abundantes arengas callejeras.

-Para porquesismo fuerte e intenso -le musitó una vez al alto y delgado- el que teníamos antes de todos estos cambios a la democrobacia.

El alto y delgado tuvo que aclararle, aunque tampoco él lo tenía muy seguro, que el porquesismo de antes lo tenían sólo los que mandaban y que ahora ya todos tenían un poco de ello.

Andando, andando, uno de los días llegaron a un enorme, horrendo e inmenso edificio que les dejó boquiabiertos, todo él lleno de ventanucos todos igualmente feos. Se leía en una de las puertas: GRANDES ALPARCENES. Por ella entraban espingorcios con prisa y salían espingorcios con prisa y con bolsones todos del mismo color donde se podía leer

COMPRE EN LOS GRANDES ALPARCENES.
SU ESPINGUETA DARÁ MÁS DE SÍ.

Nuestros espingorcios siguieron a la masa. Una vez dentro comenzaron a entontecerse rápidamente. Para empezar, una música ensordecedora les impedía entenderse unos con otros. Al cabo de un corto espacio de tiempo la música había logrado que ni siquiera se entendieran ellos a sí mismos. Circulaban maquinalmente, clavados sus ojetes mareados en los colores y luces cambiantes que les recordaban un tanto, salvando las distancias, a los juegos luminosos de la noche de los Rotímpanos.

Sin saber cómo ni por qué, el moreno y rubio, según cómo se le mirase, se encontró comprando una colección de braguetines de diferentes colores. Desde lejos, había visto una especie de tumulto de espingorcios que se agolpaban junto a unos grandes rotulones de todos los colores:

OCASIÓN SIN COMPARACIÓN
OFRETA DE BRAGUETA
MÁS BRAGUETA POR MENOS ESPINGUETA

Nunca se le había ocurrido en aquellos días pensar que tenía que reponer sus braguetas, pero ahora le parecía clarísimo y evidentísimo que después de todas las peripecias de su viaje había que hacerlo rápidamente.

El bajo y rechoncho, por su parte, había hecho las delicias de unos cuantos espingorcios a su alrededor cuando se había dirigido suplicante a un maniquí:

-¿Podría indicarme, por favor, dónde puedo encontrar zarpatos con tacones bastante altos?

En esto se oyó, mezclada con la música, una voz persuasiva de espingorcia que, a todas luces, sabía lo que se decía:

-Atención, atención, en la planta catorce hemos preparado lo que usted necesita.

La masa espingorcil se lanzó a la banda ascendente como hipnotizada. Nuestros espingorcios, sin decirse palabra, iban ascendiendo a la planta catorce con los ojetes medio en blanco, sin prestar siquiera atención a aquel invento extraño que les hacía subir sin esfuerzo alguno. Su mirada delataba sólo la ansiedad por lo que claramente necesitaban, aunque no sabían del todo bien lo que era.

Por fin llegaron entre los primeros. Aquello sí que estaba más cerca del ambiente de la disfonoteca municipal donde los Rotímpanos les habían torturado. Techo negro, suelo negro, paredes negras, luces repentinas cegorroteantes… Pero se encontraban como felices con la persuasión de que por fin iban a hallar aquello que tanto necesitaban…

Cuando su vista pudo acomodarse a aquella penumbra observaron cómo las luces y sonidos provenían de unos extraños instrumentos que parecían invitarles. El bajo y rechoncho se acomodó delante de uno de ellos y con la mirada fija en su pantalla esperó instrucciones en actitud reverente. Los otros tres, también respetuosos, observaban atentamente. El bajo y rechoncho, en fuerte tensión, agarró con sus espinguillos unas palancas. Su tensión aumentó. En la pantalla aparecían unos como carpecios y cacaláceos. Un punto blanco y gordo era atacado por ellos. El bajo y rechoncho se llenó de sudor frío, pero con un rápido movimiento de sus espinguillos en las palancas, logró que el punto gordo escapara. Era claro que la identificación del bajo y rechoncho con el punto blanco y gordo iba en aumento. Se contorsionaba en su asiento y con sus esguinces trataba de escapar de la persecución de los cacaláceos y carpecios. El terrible sudor frío le envolvía, comenzaba a soltar palabrorcios:

-¡Remoñobrón, remoñobrón … !

Sus compañeros le animaban también enardecidos, pero ya se veía que la lucha se iba haciendo cada vez más desesperada. El bajo y rechoncho comenzaba a flaquear, de sus morretes salían gritos de terror… El cuadrado y fuerte no pudo resistir:

-¡¡¡Al ataque…!!! gritó con toda su fuerza y, al decirlo, arremetió contra el instrumento con un descomunal empellón que hizo que éste saltase en piezas por el aire.

El bajo y rechoncho se desplomó en su asiento, agotado. Los otros le agarraron en volandas y salieron de aquel antro tan rápidamente como pudieron. Una vez en la Pensión Craterol rieron, comentaron, descansaron, con una mezcla extraña en sus espíritus de asombro, esperanza y desconfianza ante todas las experiencias que el porqueso de su país les estaba deparando.