7 Camino de Espingorña

Camino de Espingorña

No hubo más fiestas. Los globulillos se dieron por contentos con aquellas concentradas e intensas muestras de su espíritu de farra, para alivio de los malparados espingorcios. Éstos salieron temprano, un poco a hurtadillas, no fuera a ser que los globulillos les liaran en otra de aquellas manifestaciones de su agresiva amistad.

Para su camino hacia la frontera de Globulandia con Espingorña, los globulillos les habían provisto de un tracamóvil. «Extraño aparato», había musitado lacónicamente el cuadrado y fuerte cuando el globulillo mayor se lo presentó, haciéndoles donación de él «en nombre de la izquierda unida de esta ciudad». El moreno y rubio, un tanto ingenuo y ajeno a las zarandajas políticas, había preguntado por bajines al alto y delgado a ver «quién era la izquierda de la ciudad y a quién o a qué estaba unida». A lo cual, el alto y delgado le había susurrado que estaba claro que la izquierda era lo contrario de la derecha y que, unida, lo que se dice unida, sólo lo estaba a sí misma. La respuesta dejó un poco perplejo al moreno y rubio, pero no se atrevió a tratar de resolver sus dudas, por temor de que le fuesen a liar el magín más de la cuenta.

El tracamóvil de los globulillos era en verdad un extraño engendro. Era como una especie de redonda lata de conservas con unos como ojos de cangrejo que le salían por uno de los extremos y con tres ruedecillas, una delante y dos por detrás. Una zarpa le brotaba de la parte superior colgando amenazadoramente.

-Estas son las antorcias -explicó el alcalde señalando los redondos ojuelos delanteros-. Les servirán para conducir de noche y para cegorrotear a quienes les vengan de frente. La zarpeta superior se ha hecho indispensable en los últimos tiempos entre nosotros. Tendrán ocasión de comprobarlo sobre la marcha. Está automagizada y computidiozada completamente, de modo que no se tienen que preocupar ustedes de su manejo. Actuará por sí sola cuando sea necesario.

Aquel trasto, el tracamóvil, funcionaba. Lo malo era que estaba diseñado para redondos globulillos y era claro que los espingorcios, especialmente el cuadrado y fuerte, iban a tener que soportar las canijeces y redondeces del armatoste.

Después de un movido callejeo por las desiertas calles de la ciudad lograron salir de ella con el tracamóvil y ponerse en la cinta gris de galipote que los globulillos llamaban carretín en globulán, carretego en globullego y carretuz en globuluz. Todas las indicaciones de la carreterorcia (que era así como se llamaba en espingorcio) estaban allí, junto a la ciudad, escritas en globullano, globulán, globullego y globuluz, para demostrar el carácter ecuménico y catolítico (es decir, como el alcalde había explicado «universal y neutro») de la capital del país. Con todo, de vez en cuando se veía alguno de aquellos descomunales cartelones todo tachado de arriba abajo, apareciendo en letrones rojos enormes la misma indicación en globulera, que aún no estaba reconocido oficialmente como idioma en la capital de Globulandia. Estos cartelones sí que no se entendían nada en absoluto. Los que sí se entendían perfectamente, también en grandes letrones rojos, de la misma tinta y de la misma mano, eran los palabrorcios escritos en globullano, globulán, globullego y globuluz: LABRÓS, LABROES, LABRITOS (es decir, labrorcios, en el claro y sonoro idioma de los espingorcios).

Conducía el bajo y rechoncho, con desparpajo y energía. Comenzaba el sol a levantarse sobre el horizonte y la carreterorcia a poblarse de tracamóviles de diversos tamaños y formas. Los globulillos que los conducían parecían tener una expresión sanguinolenta y patibularia en sus rostros; ellos, de ordinario tan alegres y animados. Algunos, al pasar el tracamóvil de los asustados espingorcios, sacaban la lengua, gritaban y gesticulaban con ademanes- violentos dirigidos no se sabe contra quién o contra qué, puesto que el estruendo ensordecedor de los tracamóviles asfixiaba los rugidos. Los otros tres espingorcios empezaron a percibir con aprensión ciertos cambios extraños en el bajo y rechoncho. Por sus comisorcios comenzaban a asomar unos colmatorrios semejantes a los de los carpecios, las cejas se le arqueaban en ángulo agudo y su lengua parecía afilarse. Empezó a acelerar, a hacer correr aquel trasto hasta el máximo de sus posibilidades, y aún más allá. A los otros tres espingorcio les tremulaban los labios, llenos de espanto y de terror ante el descalabro inminente. El bajo y rechoncho comenzó a soltar palabrones tales com nunca en su vida los otros tres espingorcios juntos habían oído. Tal vez sería efecto de los palabrones del bajo y rechoncho, tal vez efecto de la velocidad, tal vez de los palabrorcios de los globulillos que intentaban adelantar el tracamóvil de los espingorcios, lo cierto es que la zarpeta superior automagizada y computidiozada comenzó a actuar por su cuenta.

Se lanzaba con furia contra los otros tracamóviles, especialmente contra sus ruedas delanteras, intentando deshacerlas y acabar así con los tracamóviles antagonistas en la cuneta que andaba bastante repleta de chatarra. Claro es que las zarpetas de los otros tracamóviles no andaban ociosas, también ellas automagizadas y computidiozadas. Cada insulto de conductor se convertía en una dentellada de zarpeta y cada dentellada de zarpeta provocaba una antidentellada d

e la zarpeta enemiga. Corrían los tracamóviles a ratos emparejados, zarpetas trabadas en dentelladas asesinas, hasta que los conductores se tomaban un respiro para tragar saliva o pe

nsar en palabrorcios más efectivos, y entonces las zarpetas se desdentellaban automáticamente.

Los tres espingorcios espantados se decidieron a poner una mordaza en la boca del bajo y rechoncho y una camisa de fuerza que amarrase sus espinguillos y sus pirralcos, logrando así parar el tracamóvil. El cuadrado y fuerte tomó los mandos con mesura, limitándose a gritar serenamente: «¡Labrorcio tu padre!», cada vez que necesitaba que la zarpeta entrase en acción para defenderles de la dentellada proveniente del tracamóvil ajeno.

Por fin, con el cuadrado y fuerte al volante, llegaron así, no sin peligros y miedos, a la frontera de su país.